
La primera vez yo no podía comprender lo significativo del hecho.
Corría el verano (boreal), mamá y yo estábamos de vacaciones en Sancti Spíritus. El paquete ofertado por la Empresa del Campismo Popular incluía varios días en Trinidad –un hotel de excelentes camas–, paseos por la zona y un safari a los cayos de la costa sur.
Saldríamos de Cuba.
Pero yo era una niña de nueve años. Cuba era una isla en los mapas y todo el espacio en el mundo “real”. Para mí, tomar un yate y alcanzar la playa límpida del cayo era apenas un accidente, otro paseo.
Es extraño cómo los intereses marcan las impresiones. Mis recuerdos más claros son: la visita al taller de cerámica de Trinidad –qué asombro ver salir jarrones y otras figuras de la tierra sucia moldeada en los tornos– y la pelea de los niños del hotel por ver el más reciente concierto de Madonna en Tele Rebelde, batalla perdida por el monopolio de los adultos sobre los dos televisores disponibles, todos ellos extrañamente fascinados con el juicio a un militar cuyo fusilamiento demoraban por razones que no lograba comprender.
Isla de la Juventud, 1998
La segunda vez no estaba lista para el golpe.
Era el verano de nuevo –como siempre el calor piñeriano–, yo iba para el segundo año del ISA y Abelito salía de su servicio militar: él propuso que viajáramos a la Isla de la Juventud.
Era parte de una práctica habitual entre la gente que entraba a la educación superior por entonces –¿seguirá?–: dejarse el pelo largo –especialmente los varones de los IPVCEs – y hacer un viaje –a la Isla, de occidente a oriente en botella o pernoctando en las costas a despecho de los guardafronteras ¡sin más defensa que la Constitución de la República!
Ritos de la adultez de diverso matiz.
Partimos antes del amanecer en tren a la costa sur y abordamos el catamarán. El viaje tardaba ocho horas y mi único aliciente consistía en la transmisión por los altavoces de las cabinas de una telenovela colombiana que ya emulaba a las míticas Doña Bella, Roque Santeiro y Vale Todo: Las aguas mansas. Pero para la telenovela faltaba mucho, los bebés y el calor me hartaron, así que subí a cubierta y vi el mar.
Estábamos justo a mitad del camino, sin tierra a la vista de un lado u otro del barco… y de repente comprendí qué era vivir en una isla y salir de ella.
Tenía miedo.
¿Por qué? Ahí estaba yo, en un armatoste de metal lleno de gente desconocida, lejos de la tierra, mi tierra –comprendí. Aunque la Isla de la Juventud y otros 2 517 cayos son parte de la República de Cuba, nunca antes reparé, consideré, medité, reflexioné, miré a Cuba como isla = “Porción de tierra rodeada de agua por todas partes”.
Hasta ese día de julio de 1998 Cuba era la tierra y yo una reglana. Desde entonces Cuba adquirió otro significado: mi tierra finita.
En vuelo a Quito, 2007
La tercera vez fue casi una década más tarde.
El avión de TAME levantó vuelo y las luces de La Habana se fueron apagando, yo estaba sola de nuevo en un armatoste de metal lleno de gente desconocida. Lejos de la tierra –literalmente por encima de las nubes.
El archipiélago quedaba lejos.
La bahía, el singular olor del pecho de Rogelio, la risa de mi madre e Igor, la aspereza de las manos de papá, todo esto y el resto de mi vida –27 años– contenido en las costas de una isla bañada por el Caribe y la Corriente del Golfo. Mi geografía y mi república quedaban lejos, pero –como Odiseo y much@s más– la isla sería el destino final, ineludible.
Ecuador es un país especialmente oportuno para comprobar el contraste: Sus dos siglos de historia independiente están salpicados de guerras fronterizas y absurdos reacomodos a la línea imaginaria que a veces coincide con ríos, otras, solo con los deseos de la ciencia cartográfica y X mandamases. Las narraciones de sus enfrentamientos con Perú y Colombia me asombraban. ¡Qué confusión de tierras y acentos!, ¡de regiones y pasaportes! Ante lo que percibía como una incertidumbre permanente sobre los elementos materiales de la identidad –relativa a la fidelidad debida a símbolos patrios que podían variar con una línea trazada sobre papel en la lejana capital, o la más ajena sede de organismos de arbitraje internacional– el origen insular me llenaba de una paz no exenta de chovinismo.
Ciudad de La Habana, 2009
“La isla son los puertos” dijo Dulce María y lo que hasta entonces fue metáfora del encuentro con el exterior que define –también– la vida de mi antilla, adquirió densidad y peso en mi conciencia. La isla son los puertos porque la patria –en su dimensión terrena– se reconoce en los límites, en donde elegimos o somos impuestos de la no-pertenencia. Para una isla esos límites no pueden ser inventados. Estaban antes, estarán después.
Ser de una isla implica la certeza del espacio físico que define al “nosotros” –para bien o para mal–: el mar es mi frontera y solo el poder de Yemayá y Obbatalá podrá cambiar eso –con el disfraz de calentamiento global, cataclismos telúricos o meteoritos destructores.
Soy criatura de isla, hecha de breves certezas terrenas e infinitas dudas metodológicas, espirituales, politológicas, historiográficas, sociológicas, culinarias, estéticas.
Porque la isla son los puertos, Cuba está signada –¿condenada o bendecida?– a que el alcance de su dimensión última venga de los límites intelectuales de quienes la habitan.
He regresado a mi puerto, mi obligación con el espacio que amo es ahora ineludible.
Alea jacta est…