Quito, 28 de febrero de 2009, 11:40 pm
“... hoy, en vísperas de un largo viaje
estoy pensando en usted…”
José Martí
Ya faltan casi dos semanas para que regrese a Cuba, he trazado un mapa de las últimas gestiones y trato de poner en orden, del montón de cosas que he acumulado, cuáles se irán conmigo en el vuelo de Copa, cuáles irán llegando poco a poco a casa, por solidaridad, y cuáles tengo que vender o regalar.
¿En qué pienso mientras? En pocas cosas, en verdad, lejos estoy del sentimiento de inmensa pérdida que cito al principio: Para mi, como para Frodo, regresar a mi Comarca es como despertar de un largo sueño.
Pienso en 1) la aventura del regreso, con la cama fría que me espera y l@s parientes que darán lata un par de días para luego desaparecer tragados por lo cotidiano; 2) Auril, en que su vida seguirá siendo una con la mía por un tiempo, en la vigilancia a la que seré sometida por tres abuelos primerizos y un cuarto bastante obsesivo-compulsivo; 3) la recta final de mi tesis de maestría, en la falta que me hará la mano de l@s amig@s para no desfallecer ante archivos, burócratas y guaguas; 4) el dinero, más bien, en el alivio de regresar a un sitio donde no todo se debe a, o funciona por, dinero, incluso muchas cosas de gran valor, como la educación y la salud; 5) las cosas que vi en esta tierra y que no tuve tiempo, o deseo, o derecho de contar.
Las historias por contar son muchas -cada cual lo sabe-, porque en cada esquina hay una: cierta persona de mirada perdida, un sueño que se adivina entre los faldones del abrigo. Las historias estaban ahí, las viví en un instante o llegaron poco a poco, siendo desgranadas por error, por confianzas que no permiten la repetición, acaso algún día de versiones corruptas de ellas en un relato que justifique mi existencia (me pongo borgiana, ¡horror!).
La primera historia que no conté, porque estaba demasiado hundida en el asombro, fue la de la visión de la Plaza Grande, que es más bien pequeña, y yo mirando asombrada a las personas arremolinadas por una representación de teatro de calle. Recuerdo que dije: “Esto parece un batey. Todo el mundo con el pelo negro y la piel bronceada, como si fueran primos. ¿Cómo coño se diferencian entre ustedes, Irina?”
Tampoco conté lo de la boda budista en las afueras de Quito, de donde regresamos en un lada, ¡nada más y nada menos que un lada! Eran como cinco días después de mi llegada. Irina se volvió loca buscando un par de medias nylon del mismo color que el vestido. Yo fui a un salón de belleza donde me arrancaron un mechón de pelo cuando el cepillo eléctrico hizo corte de tanto gel... y la peluquera quería que la tierra la tragara (claro) mientras yo me reía pensando en mi suegra y mi madre, en mi sobreabundancia de pelo y en que por nada del mundo me volvía formal. La boda en si fue como un impasse, una excusa para sentarme en un sitio lleno de desconocidas de pantalón y botas (como siempre) a comer canapés de formas extrañas y sabores novedosos.
No tenía deseo de contar mi reencuentro con el mar en el Océano Pacífico. Fue el fin de semana del 1 al 3 de mayo de 2008, cuando un viajecito corto a Ibarra, la Ciudad Blanca de Ecuador, acabó en aventura por los baches rodeados de asfalto de Esmeraldas, región de negros, de calor y mar. Pero les puedo reproducir lo que conté a Rogelio en una carta del 5 de mayo:
De verdad que la nostalgia le da a una por las cosas más raras del mundo, ¿cuándo anduve yo cantando a los orichas en la playa? pues lo hice al avanzar por las aguas verdes y cálidas del Pacífico. Pero vamos en orden. Te escribí desde Ibarra, tras el paseo por la Yahuarcocha (literalmente "lago de sangre") y durante el diluvio.
De ahí nos fuimos para la casa de un amigo de Ñañón (el compadre de Irina) a dormir. Las ventanas del cuarto se habían quedado abiertas y el colchón estaba empapado, así que gastamos nuestra buena hora en plancharlo, toalla mediante, para que se evaporara el vital líquido. Mientras, en la radio pasaban en programa llamado "Salsoteca" y tanto nos emocionamos con los Van Van y el Gran Combo que mandamos mensajitos para que nos saludaran, y el locutor dijo "Un saludo a Yasmín e Irina, las chicas de la FLACSO en camino a Las Peñas".
Salimos a las 4 de la mañana para Las Peñas, un pueblo tan olvidado que nada más van las guaguas los días feriados (menos mal que aquí no hay sábados laborables). Pasamos casi toda la primera parte del viaje durmiendo, porque era de noche, llovía y había un frío digno de Quito. Me desperté a la altura de San Lorenzo, que es como la capital municipal, y seguí tomando fotos de la belleza natural y la pobreza de l@s esmeraldeñ@s, en su mayoría negr@s, en su mayoría agricultores y pescadores, sin participación en la extracción y refinamiento del petróleo de su tierra.
Las Peñas es un pueblo de pescadores como debieron ser Cojimar, Regla o Caibarién: tres calles, arena apisonada en lugar de asfalto, puestos de comida a menos de 50 metros del mar, botes varados en la arena. Bajamos de la guagua, nos quitamos los abrigos, empezamos a buscar dónde comer y dormir.... Qué rica la comida hecha al nivel del mar, amor. Que delicia los camarones empanizados de Doña Cecilia, con arroz blanco y plátanos fritos de guarnición. Que delicia llegar a un sitio donde te ponen un pomo de catsup para acompañar la comida y no el ají ese que enamora a l@s andin@s.
Por la noche salimos a oír el mar, cerca de una fogata que habían hecho unos obreros también de vacaciones. Resultó que el jefe era amigo de Ñañón, hombre de buena charla. Estuvimos hablando de edificios y economía hasta la 1 de la mañana y ellos nos brindaron transporte de vuelta a Ibarra el domingo.
El domingo hicimos pila de fotos de la familia de Doña Cecilia y nos embarcamos como a las 10 30 en el camión de Armando y sus hombres camino a la montaña. Altos obligados: San Lorenzo, con su malecón de madera y hierro que se adentra 200 metros en el mar, y Rio Chuchubí, donde los ibarreños que regresan del día en la playa paran a lavarse la sal del cuerpo (yo no me metí porque el agua estaba muy fría).
Luego la altura, la lluvia, los deslizamientos de tierra y las fracturas de la carretera (por suerte todo pasaba antes de nuestra llegada), los poderosos Andes que iban haciendo sentir su fuerza. Llegamos a Ibarra a las 7 de la noche.
Como ya la terminal estaba cerrada [ahora resulta que entendí mal hace casi un año, dice Irina que la cosa es que en la terminal habríamos tenido que hacer cola], nos quedamos en una esquina por donde pasan las guaguas que vienen de las provincias de Carchi o Tulcan hacia Quito. Quien te dice que, en lo que yo me colaba en el baño de una cafetería (literalmente el baño, primera vez que entro a un baño unisex en Ecuador), Ñañón avistó, paró y negoció un microbus camino al aeropuerto internacional José Sucre y ahí nos fuimos, charlando con el chofer -aficionado como mi padre a las carreteras y la gente singular- y recogiendo más gente en las calles de Ibarra.
La lluvía aumentaba con la altura y fuimos despacito. Yo me dormí saliendo de la ciudad, de pronto estaba en Otavalo, luego en Chachabi, después viendo la entrada de la ciudad, y sus luces extendidas por la falda del Pichincha y después... delante de la estación del Trolebus a 10 minutos de la salida del último carro.
Llegamos secas y cansadas a casa a eso de las 10 de la noche.
No tenía derecho a contar, y me daba un poco de miedo, cuando la muerte se enseñoreó de FLACSO: En una semana, un compañero de Economía fue asesinado en la carretra a Guayaquil, la madre de una funcionaria murió de “larga y penosa enfermedad” y el hermano de una chica de Medioambiental terminó su agonía. Solo esa última historia me tocó, pero no era mía.
Sí era mio el desasosiego de estar en un templo de alguna secta cristiana fundamenalista con dos compañeras católicas militantes, las tres tratando de consolar a nuestra compañera por la pérdida. ¿Qué se yo de pérdidas? Nadie verdaderamente cercano ha muerto, nadie me miró con ojos de desamparo y repitó la historia de la agonía final para tratar de reconciliarse con esa experiencia. En última instancia no podía mirar a mi compañera de igual a igual porque no me imagino a nadie de los míos desauciado por el sistema de salud antes de saber qué diablos pasa, a alguien cercano agonizando de “fiebres” en un hospital. Es que escribo “morir de fiebres” y me parece leer un anacronismo. Pero esa familia no tenía dinero para una clínica o investigaciones. Recuerdo haber extrañado con fuerza Cuba, y su destartalado sistema de salud –ya se sabe: la mitad de los recursos humanos en Venezuela, otro cuarto repartido por el Tercer Mundo-, que no dejó a mi prima morir de "fiebres", sino que le curó la meningitis sin más costo que la permanente ansiedad de su madre, que ahora no la deja ir a La Lenin.
Me olvidé de contar que el día de mi cumpleaños veintiseiete protestamos contra el Terrorismo de Estado en Colombia, frente a la embajada, con canales de TV, pancartas y gritos soeces al mismísimo Uribe. Todo porque aún no se me quita el horror de oír a mis colegas de más al norte hablar de las matanzas y los desplazamientos por culpa de la guerrilla, las organizaciones paramilitares y el ejército; de las muertes que causan traquetos (traficantes) y policías por igual. Unido a ese recuerdo está el permamente rechazo a la telenovela El Cartel, que a Irina tiene encantada. Incluso ella quería comprarse toda la serie en DVD y dedicar un fin de semana entero a verla ¡conmigo al lado! Ni loca… Menos mal que el ritmo de la FLACSO se lo impide y me ha dado tiempo a poner tierra y mar por medio.
Historia excelente habría sido Hablar en lenguas, una crónica que se quedó en el tintero, sobre los cruces, bromas o malentendidos que los diversos españoles que se hablan en esta universidad provocan.
La visión de mis compañeras de aula que no entendían mis palabras “enfadadas” –altas, fuertes, para que se oyera en toda el aula– y disparadas a velocidad inaudita. La descripción de mi desespero al ver a las ecuatorianas hablar tan agudo y bajito, dejando caer aún más el tono al final de las frases –huelga decir que yo tampoco les entendía. El fastidio ante el coloquial “mande” que en estos lados sustituye nuestro “¿qué?”. La aún insuperable molestia que ese hablar “de sirvientes” me genera cuando de suma a los infinitos diminutivos hasta que quiero gritar “¡Qué no te voy a mandar nada, imbécil, habla como persona y no como perr@ apalead@, por Dios!”. Ahí planeaba incluir el hecho de que mi descripción de la mitad del mundo como “aindiada” en la primera crónica molestó a un@s cuant@s, cuyas peroratas explicando la diferencia entre lo que yo veía “indio” y lo que llaman acá “sociedad blanco mestiza” –jajaja mestizos con el aire ¿no?, el caso es que la mayoría tiene el pelo negro y lacio, y que se acomplejan con ello– eran tanto más ridículas a mis ojos y oídos porque llegaban tras la cuarta botella de diversos licores.
Historias de tradiciones, historias de eventos políticos, historias de relaciones de poder y prejuicios que me resultan incomprensibles, historias de mi visión exótica de un país que estoy lejos de comprender. Que no tengo energías para comprender, porque apenas empiezo a vislumbrar el mio.
Historias de la cara que me ponían cuando yo hablaba de volver a Cuba, del socialismo, de Marx vivo. Historias de mi rabia apenas contenida cuando cualquier intelectual de tres por cuarto empezaba a explicarme cómo arreglar Cuba. Se imaginan mi respuesta en la punta de la lengua: “¿Y por qué no se dedica a arreglar su propio país?”. Tan impertinente… menos mal que siempre encontré calma para cambiarla por “Si, muy interesante, lástima que no esté en mi mano implementarlo” con infinitas variaciones. Historias de mi incomodidad cuando la gente descubría mi nacionalidad y no esperaba a terminar el estrechón de manos para inquirir por la salud de Fidel, y lo preguntaban ¡en serio!
Historias de admiración, sacrificio y decepciones. Historias que algún día contaré con otros nombres, otros paisajes y otros motivos… Historias que son mías y a las cuales pertenezco.