
Como señala Sommer, las novelas románticas del siglo XIX cubano tienen un final inevitablemente trágico porque el ambiente que reflejan es de frustración política casi absoluta, lo cual se traduce en frustración sentimental e insatisfacción erótica. Mientras que María o Cumandá hallan en la muerte el último espacio de encuentro casto y sublime con sus amores, Sab, Cecilia y Sofía son víctimas de un sistema social que degrada a dominantes y subordinados, donde la muerte es la imposibilidad absoluta de redención.
La literatura cubana está por tanto conectada en sensibilidad y temática con el resto del continente, pero no dibuja proyecciones del cuerpo social articulado en la república, sino del deterioro moral y físico que genera en l@s habitantes del país –no será patria hasta 1902– el dominio colonial y la institución esclavista. Es así que Sab (Gertrudis Gómez de Avellaneda, 1841), Cecilia Valdés o La Loma del Ángel (Cirilo Villaverde, 1882), Sofía (Martín Morúa, 1891), y Leonela (Nicolás Heredia, 1893) desgranan el destino infeliz de mujeres perdidas en redes de corrupción –mestizaje, infidelidad, violencia sexual, incesto– e impotencia consecuencia de la naturaleza viciosa del gobierno extranjero que impide el libre desarrollo del potencial de Cuba.
No será hasta el siglo XX que el discurso médico de salubridad y el moral se crucen para instaurar a la familia “burguesa” como modelo de la nación que se construye, en ella la mujer es “lógico” objeto de domesticación y gestora de los frutos –industrialización y productividad– que el hombre siembra y protege. Aparecen entonces Las honradas (1918) y Las Impuras (1919), de la pluma del médico Miguel de Carrión, para señalar cómo el buen y el mal camino se cruzan cada día, bajo los muy morales techos de la gran burguesía cubana, dos caras de la misma sociedad republicana. Sin embargo, la abolición de la esclavitud (1888) y la independencia (1898) no hicieron de Cecilia un personaje anacrónico.
Cecilia Valdés no abandona la sensibilidad nacional tras ciento veinte años de vida, ni bajo el “honor” de ser convertida en lectura obligatoria, lo que podría suponer el paso casi automático al espacio atemporal de lo icónico, teniendo en cuenta los cambios sociales y económicos que ha vivido Cuba en ese tiempo. Sin embargo, Cecilia se hizo personaje de zarzuela con Gonzalo Roig (1932), apareció en la televisión nacional y luego en la pantalla grande con Humberto Solás –la infeliz superproducción Cecilia (1982)–, personaje de ciencia ficción con F. Mond –Cecilia después o ¿por qué la Tierra? (1987), segunda parte de una saga relacionada con Marte, Jesús y los viajes en el tiempo–, Abelardo Estorino le regresó a los escenarios en Parece blanca (Versión infiel de una novela sobre infidelidades) (1994) y se vistió de títere a inicios del siglo XXI en La virgencita de bronce, escrita por Norge Espinosa y puesta por el grupo matancero Teatro de las Estaciones (2005). Cada regreso a la historia de La Loma del Ángel sumó nuevos detalles a las motivaciones y valores de esta mujer condenada de nacimiento –es bastarda y sin raza definida– y los personajes a su alrededor.
Así como Malinche regresa en México por el irresuelto asunto de la traición y el mestizaje por violencia, Cecilia es una constante en Cuba porque expresa nuestra deuda con la autopercepción del producto mestizo como algo vergonzante y deseado, producto de relaciones de poder racializadas que no acabamos de resolver como sociedad. Es otra historia de una traición nacional: Cuba se presenta mulata si ello implica beneficio, pero aspira a ser blanca, a mimetizarse con la cultura dominante y acceder al poder. Aunque ello signifique la locura, la esquizofrenia permanente de negar los orígenes africanos, un pasado de explotación y diáspora cuya asunción implicaría venganza, no aceptación.
Los que expongo aquí son, sin dudas, imaginarios racistas y sexistas, pero latentes en la construcción originaria de la nación cubana. En nuestras valoraciones Cecilia pasó de muchacha infeliz a mujer con aspiraciones de ascenso social, pero lo que quiero resaltar es que, en Cuba aún podemos entender sus problemas, reconocer sus recursos y seguir la lógica de sus estrategias.
Ojalá algún día nos sea ajena.
A propósito de:
Franco, Jean, (1996[1989]), “La Malinche: de don a contrato sexual”, en Marcar diferencias, cruzar fronteras, editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile, pp. 13-35.
Sommer, Doris, (1993[1990]), Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales en América Latina, Fondo de Cultura Económica, México, pp. 11-84.
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