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Vivir en Cuba y ser Queer ha sido elección. Mi vida es un fino equilibrio entre el ejercicio de la maternidad, el feminismo y el marxismo crítico.

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miércoles, 2 de mayo de 2007

SIGA UD. SEÑORA, POR FAVOR

Siga Ud. Señora, por favor.

Siga Ud. robándome el sueño y úselo de camino para estirar las piernas, como cuando, en las noches de luna y calor, decide salir a su terraza. ¡Qué mejor alfombra para sus pies desnudos y pequeños que el descanso que me corresponde! Es preferible que Ud., señora delgada y voluptuosa de los plenilunios, robe mi sueño y me obligue a observarla, admirarla y desearla. Sin que importen los cabezazos y planes de producción incumplidos a posteriori. ¿Cómo comparar la importancia de un mínimo portal de Internet desactualizado dentro de esa babel electrónica, sin tiempo ni geografía definida, con la brevedad de sus manos y la tersura de sus antebrazos, apoyados en la baranda. De tal forma que parece Ud. presta a saltar por encima de esa barrera en cualquier instante –lo cual no deja de inquietarme, lo confieso.

Por eso es que, durante las noches de luna llena, yo preparo café, cigarros, una butaca y la oscuridad imprescindible. Espero entonces que haga uso de ese tiempo de sueño que ya no tiene que robar, porque le pertenece. Ud. llega y mira siempre el mundo como si acabase de despertar a la vida y, tanto la ciudad como su cuerpo, fuesen geografías a explorar. La primera con sus ojos; la segunda con sus manos.

Bendigo a Dios por haberme resuelto esta permuta para un apartamento sin terraza, gas o lavadora, pero con una ventana de amplio antepecho donde poner la taza de café y la cajetilla de cigarros mientras llega la inspiración. Una ventana frente a su balcón de luna llena y exhibicionismo inocente.

Gracias a los lentos mapeos que igualaron sus costillas con las rectas calles del Vedado, sus senos con las colinas de la Plaza de la Revolución y la Universidad de La Habana, su cintura con el canal de la bahía, he recuperado el asombro ante la desnudez. No por la desnudez misma, sino por la ternura de tal desnudez. Sepa señora que el dulce olor de la Habana Vieja, laberinto oscuro y ensortijado de ese pubis, se me ha rebelado en la magia de sus dedos y que la loma de La Cabaña ya no alberga más castillo dieciochesco que sus rotundas nalgas.

¿Y debo decirle todo eso ahora? ¿Ahora que por fin me la encuentro a menos de un metro, metida en mi casa, vestida de negro, con la lamparita art deco de mamá casi en su morral? Me da exactamente lo mismo que sea Ud. representante de una potencia extranjera, vulgar atracadora o sofisticada traficante de arte.

¡Señora, Ud. vino a mi casa!

Solo pido un trato, podríamos decir que una salida poética a esta situación que amerita policías y reporteros, según el canon de Hollywood.

Puede Ud. llevarse, si es espía, mi diario, donde comento con soeces metáforas la política energética nacional y las aventuras privadas de ciertos personajes de pesados apellidos que me honran –o deshonran– con su amistad comprometedora.

Cargue sino los relojes que desde hace cinco cumpleaños manda puntualmente desde Suiza mi amigo el pianista. Con los trapos ingleses y los zapatos italianos. Desaparezca hasta el recuerdo de esos adornos acumulados por cuatro generaciones de sacarócratas y dos de dirigentes revolucionarios –que seguro se revuelven en las tumbas al saberme heredera universal con mi color y mis ideas. No olvide ¡por favor! Ese tan gris lienzo de Fidelio Ponce que no me animé a vender, ni los libros del sello Orígenes que adornan –literalmente– mi librero. Todo eso, incluso algunos dólares, podrá llevarse, después que me permita desnudarla lentamente, tenderla en mi cama, contemplarla unos minutos.

Es parte del trato, señora, que podré morder sus pezones, probar su saliva, apretar sus nalgas, lamer su ombligo, abrir una brecha por sus vellos y contemplar el enrojecimiento de su clítoris mientras lo acaricio. Una vez que tenga la certeza de que sus jugos vaginales son tan dulces como la piel de su cuello, le voy a voltear boca abajo para morder muy suave sus talones. Subir por la línea de sus piernas, detenerme un poco en la parte trasera de las rodillas y seguir muslos arriba hasta ese culo de gloria, será tanto más placentero cuando tendrá la sazón de sus gemidos. Planeo además construir un beso negro interminable que relaje suavemente su esfínter hasta que no solo mi lengua, sino también mis dedos, se introduzcan en su ano y conjuren la aparición de unos temblores musculares que casi la hagan desmayar. Para entonces declamará Ud. a Catulo, Safo, Shakespeare y Sor Juana Inés de la Cruz en sus lenguas originales, pero a voz en cuello, no en el susurro contenido que anuncia sus orgasmos balconeros.

Pero, señora, Ud. no repetirá su “Sol de oro alumbra una vez más” hasta que, yaciendo sobre la espalda nuevamente, yo con la cabeza en su entrepierna y las manos en sus senos, haga explotar su vagina en mi boca a base de mordiscos, lamidas y besos alternos, repartidos entre su clítoris, sus labios y su interior, hasta donde me llegue la lengua.

Cuando el fino sudor del orgasmo se haya evaporado de su piel podrá elegir entre saquear mi casa –y debo confesar que la desaparición de los objetos me aliviará los ojos y las nostalgias– o quedarse. Ya me ha tomado Ud. muchas noches de luna llena, menguante y creciente. Puede tomar los objetos de mi casa. Pero le invito a que me robe el cuerpo y el alma.

Son sólo tres variantes para que me siga Ud. robando, señora.

La Habana, otoño del 2000

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